EL DERECHO AL AMOR



EL DERECHO AL AMOR

1. El amor en la fundación del matrimonio

Msr. Cormac Burke citando a Carlo Caffarra expone que este autor se plantea en qué caso el hecho de que no haya amor conyugal en el momento de prestar el consentimiento, puede impedir que nazca un matrimonio válido. Y responde que no existirá matrimonio válido si el defecto de amor es tal que las partes (o una de ellas) excluyen la unidad, la indisolubilidad del vínculo o el «derecho a los actos de suyo aptos para la generación de la prole» [1]. Como se ve, identifica la esencialidad jurídica del amor conyugal con lo que se incluye en la aceptación de los tres bienes tradicionales.

Msr. Cormac Burke está de acuerdo con Caffarra y piensa que, en cierto sentido, se puede hablar de un «derecho al amor conyugal» (no así de un derecho al amor sensible o afectivo: a «sentir» amor). El otorgar al otro un derecho a la conyugalidad —derecho a ser coprotagonista de una auto-donación sexual exclusiva y permanente— revela un aprecio singular de cada esposo hacia el otro. Demuestra —con independencia de los sentimientos o emociones— una singular determinación de la voluntad de cada uno respecto al otro; en este sentido es un acto de amor y, en cuanto voluntario, es propiamente un acto más reflexivo y maduro. Hablando de la madurez en el amor conyugal, M.F. Pompedda observa con agudeza; «la madurez consiste en aceptar y asumir de modo responsable y suficiente la estructura, la profundidad y la finalidad del amor y de la sexualidad, o sea, de la conyugalidad» [2]. En efecto, como se afirma en la Constitución pastoral Gaudium et spes: el amor es un acto «eminentemente humano [es decir, liberado y voluntario], que se dirige de una persona otra con un sentimiento que nace de la voluntad» [3].

El consentimiento que da origen al matrimonio es necesariamente recíproco: es una «unión de dos voluntades en una sola». Al casarse, los cónyuges demuestran un acuerdo y una unión de espíritu («unión de las almas»), en una relación absolutamente singular. Ahora bien, los elementos en cuya virtud la mutua entrega y aceptación conyugal se convierte en una donación completamente singular son, precisamente, su exclusividad, su permanencia y su orientación a la procreación. Ya el hecho de decidir establecer esta relación característica con una persona, aceptando la esencia de las obligaciones que comporta hacia el otro, significa aceptar que esa persona se convierta en el objeto de una elección —privilegiada y comprometedora— de predilección, en la que se pueden encontrar de entrada los mínimos (aunque, ya en sí, notabilísimos) y esenciales elementos del amor conyugal [4].

Por otra parte, si amar, en palabras de Santo Tomás, es desear el bien para alguien [5], entonces desear comprometerse con otro en estos tres extraordinarios «bienes» del matrimonio resulta una expresión de amor excepcional hacia el otro. Por eso estoy plenamente de acuerdo con Caffarra cuando pone de relieve que la ausencia del amor conyugal puede llegar a tener un efecto invalidante del matrimonio sólo si es tal que lleve a excluir en el momento del consentimiento alguno de esos tres elementos esenciales. Es la elección (la «electio») la que demuestra el amor (la «dilectio»). En el año 1977, durante las sucesivas redacciones de los proyectos de cánones del nuevo Código, se llegó a incluir durante un tiempo el «derecho a la comunión de vida» en el proyecto de texto que pasaría a ser el canon 1101, con la intención de expresar o recoger los «derechos que se refieren a las relaciones interpersonales esenciales de los cónyuges, que en el contexto actual se consideran un conjunto de derechos distintos a los que se enumeraban comúnmente por tradición» [6]. Pero ese pretendido derecho no resistió a las observaciones críticas. Su definitiva eliminación del texto del canon parece un argumento en contra de las tesis de los que veían el llamado «derecho a la comunión de vida» como un elemento esencial del matrimonio.

En opinión de Msr. Cormak Burke, es inútil invocar de nuevo hoy este «derecho» si no se especifica previamente su contenido de modo suficientemente concreto y claro, explicando, en su caso, cuáles son concretamente los derechos que contiene y en qué se distinguen de los derechos «tradicionales» [7].

En síntesis, se podrían distinguir tres tesis respecto a la relevancia jurídica del amor en la constitución del matrimonio. La primera, ya rechazada por Pablo VI, propone un «derecho al amor» (donde el amor se entiende en un sentido afectivo) como componente jurídico esencial del consentimiento. La segunda sostiene simplemente que el amor no entra en el campo jurídico. Es posible sugerir una tercera, en la medida en la que la auto-donación representada en el consentimiento sea entendida como un acto de voluntad. Sobre esta base se puede hablar de un derecho a aquellos aspectos de la autodonación conyugal —el amor conyugal— que forman parte esencial y necesariamente del genuino consentimiento.

Con tal que se hable del amor en este sentido concreto —como una autodonación voluntaria— no existe ninguna dificultad en proponer su relevancia jurídica; antes al contrario. Se puede sostener con plena coherencia que el amor efectivo —no así el meramente afectivo— debe necesariamente formar parte de la constitución jurídica del consentimiento matrimonial. Pompedda ha escrito: «El amor se dice esencial en el matrimonio en la medida en que se traduce en la entrega y aceptación de dos personas, y por tanto debe entenderse no de modo afectivo, sino efectivo» [8].

Dicho amor efectivo comprende dos aspectos principales:

a) Una elección privilegiada de la otra persona, mediante la cual ésta se convierte en cónyuge. El contenido esencial de tal elección —que la convierte en una elección propiamente matrimonial— viene especificado por los tres «bienes» ya conocidos. Esto es, se establece con la otra persona, mediante un intercambio mutuo, una específica relación interpersonal, caracterizada por ser permanente, exclusiva y abierta a la procreación.

b) Una sincera intención (que al menos acompaña, si es que no inspira necesariamente a esa elección) de procurar el bien de la otra persona. Esta intención, en mi opinión, puede quedar suficientemente expresada en la donación de los derechos contenidos en los tres «bienes».

De todos modos resulta necesario insistir en la real presencia del amor como parte integrante de la elección conyugal. El principio básico del personalismo cristiano enunciado por el Vaticano II —«el hombre se realiza plenamente a través de un don sincero de sí mismo» (Gaudium et spes, n. 24)— subraya que en toda relación entre las personas, y con mayor motivo en el matrimonio, las expectativas de recibir o de ser amado deberían estar subordinadas al principio verdaderamente cristiano de dar y de amar: cualquier posible «derecho al amor» debe ser valorado a la luz de la concomitante «obligación de amar», que permite entender rectamente de qué amor se está hablando. Desde luego, no parece admisible basar el matrimonio y la relación de justicia que deriva de él (con los correspondientes derechos y deberes) sobre algo tan fugaz y cambiante como es el «estado de ánimo»; como son los «sentimientos».

2. El amor y los derechos y deberes esenciales del matrimonio

A decir verdad, el debate sobre el «derecho al amor», en esos términos, puede considerarse propio de los años 70; hoy, en cambio, uno de los resultados del nuevo Código ha sido orientar los intereses y el esfuerzo hacia otra cuestión, que no deja de tener algo en común con la cuestión anterior: el tema de los derechos y deberes esenciales del matrimonio, ya que la capacidad para otorgar válidamente el consentimiento matrimonial debe referirse necesariamente a esos derechos y deberes, según el canon 1095. Parece evidente que dichos derechos y deberes esenciales son sólo aquellos cuya asunción es constitutivamente necesaria para que nazca el verdadero vínculo matrimonial: es esencialmente conyugal todo lo se puede y se debe dar al cónyuge, y no se puede —mejor dicho, no se debe— dar a otro. Pío XI expresó la esencia del bien de la fidelidad afirmando que es aquello que, en virtud del matrimonio «corresponde sólo al cónyuge», y que «no le puede ser negado ni puede ser prometido a una tercera persona» [9]. Así, por ejemplo, la mera gentileza, o la paciencia, o el respeto, no son esencialmente conyugales, ya que son comportamientos que se pueden y deben observar hacia cualquier persona: sólo los elementos que caracterizan la conyugalidad —y no los que caracterizan la amistad— forman parte de la esencia de la relación matrimonial.

Según Msr. Cormac Burke no existe un derecho-deber esencial y constitutivo de amar, si no es en el sentido señalado. No existe un esencial derecho-obligación a la «comunión de vida», a no ser que por «comunión de vida» se entienda el matrimonio mismo.

Entiéndase bien que estamos analizando los elementos estructurales esenciales, es decir, aquellos que si faltan hacen inexistente objetivamente el matrimonio. Así, por ejemplo, afirmar que la ternura y la delicadeza en el trato no son elementos esenciales de la estructura del matrimonio, no significa que no sean aspectos importantísimos de la convivencia conyugal ni que los cónyuges puedan prescindir deliberadamente de ellos, sino sólo que su ausencia, por sí misma, no hace inválido el consentimiento matrimonial.

En efecto, como es obvio, no existe propiamente un derecho sobre los elementos que no entran en la esencia del matrimonio mismo. De lo contrario, por ejemplo, se podría llegar a postular un derecho a que el cónyuge sea competente y eficaz como soporte económico de la familia, y en tal caso no se podría contraer válidamente matrimonio con una persona físicamente discapacitada; o algunos podrían defender igualmente un deber esencial de la mujer de ser ama de casa en todo momento, con lo que, en el caso de las mujeres con un trabajo profesional fuera del hogar, el matrimonio sería inválido.


NOTES
[1] Cfr. C. Caffarra, Charitas coniugalis et consensus matrimonialis, «Periodica» 65 (1976) 615-618.
[2] 33. Cfr. L'amore coniugale e il consenso matrimoniale, «Quaderni Studio Rotale» VII (1994) 51.
[3] Concilio VATICANO II, Constitución pastoral Gaudium et Spes n. 49.
[4] Cfr. M.F. Pompedda, L'amore coniugale, cit., pp. 62-63.
[5] Cfr. I-II, q. 26, art. 2.
[5] Communicationes, 1977, 373; 1983, 233-234.
[7] Para un examen más profundo de la posible o no identificación de la esencia del matrimonio con el «ius ad vitae communionem». cfr. R. Bertolini, Matrimonio canónico e bonum coniugum. Per una lettura personalistica del matrimonio cristiano, Giapichelli, Torino, 1995, pp. 43-48.
[8] M.F. Pompedda, Incapacitas assumendi obligationes matrimonii essentiales, «Periodica» LXXV (1986) 144.
[9] Cfr. AAS 22 (1930) 546.

Comentarios